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Los colibríes pueden extraer el néctar de cientos de flores en un día. En un minuto pueden respirar 250 veces; más de mil latidos, su corazón.
El cuerpo de los recién nacidos humanos. Crecer. La resiliencia: energía de colibrí. También nosotros: cuidadores, madres y padres atentos y en constante movimiento (en alguna parte leí que los infantes pueden requerir atención o ayuda de sus progenitores cada cinco segundos como promedio diario).
Miden entre 7 y 13 centímetros, los colibríes, y muchos pesan apenas lo que una moneda pequeña. Vuelan a velocidades exorbitantes para su tamaño (50 y algo kms/hora), y son capaces de batir sus alas hasta 70 veces por segundo.
Los vuelos gigantes de la pequeñez: cruzar de norte a sur una ciudad enorme, pasar días largos en salacunas, jardines, escuelas, horas que se suman a muchas otras en el tráfico detenido, el transporte público (donde la norma no suele ser ceder el asiento a los niños, o a sus ma/padres que los acompañan). Jornadas equivalentes a las nuestras, de adultos que trabajan, pero en cuerpos que miden la mitad de los nuestros, a veces un tercio, o menos.
Los colibríes tienen alas firmes, pueden emprender migraciones de hasta tres mil kilómetros y una especie cruza el Golfo de México (unos 800 kms) sin parar una sola vez, dos veces al año: primavera y otoño, aun con viento y lluvias. Los humanos también migran. O deben escapar.
Niños y familias, diásporas en todo el globo. Destinos planificados o intempestivos, sin tiempo de mirar los mapas porque arrecia el espanto. Los desiertos si hablaran; las barcas hacinadas y trémulas en alta mar. ¿Preguntarán algo los niños en estas travesías o sólo callan y confían en sus padres?
No sabemos de resiliencia, o muy poco en verdad, si nunca hemos vivido a la deriva o necesitado refugio; si jamás hemos debido temer no poder alimentar a nuestros hijos, o arroparlos antes del sueño. Un vaso de agua. Un vaso.
Los objetos más familiares, los actos más cotidianos –que solemos no ver como milagro-, en ausencia, son una herida mayor. La intemperie “bajo las estrellas” difícilmente puede ser mágica sintiendo el cuerpo frágil, en peligro. ¿Qué significará, ahí, el canto de un pájaro? No puedo imaginar si alegra; si duele.
El corazón de los niños. ¿Cómo late en el miedo, en la soledad, sintiéndose simplemente diferentes, o demasiado bajitos en un mundo enorme? Cuál es el pulso, la noche antes de cumpleaños o navidades, acariciando una mascota o viendo el primer arcoíris de sus vidas. ¿Y si escuchan a sus padres y madres discutir, o descubren que también los adultos, a veces, pueden llorar como niños? Latidos que exceden la capacidad del cuerpo que los contiene.
“Las mesas me pegan en el ojo”, “las parkas de los grandes me mojan la cara en el metro”, “hay sillas que necesitan una escalera”, “los grandes empujan y me pisan y en verano ‘no saben’ que duele más con chalitas”, “mi mamá da un paso, yo doy muchos y me canso”. Palabras de los niños. El mundo para quienes tienen tamaño de colibrí.
Diminutos, pero iridiscentes. Si bien algunos colibríes cuentan con pigmentos especiales, la mayoría debe su tonalidad a características de su plumaje que permite refractar la luz.
Vemos un ave tornasol, de tonos azul metálico, luego rojos, oh no, era verde: el más mínimo desplazamiento de ángulo puede resultar en cambios de color rotundos. Colibríes camaleónicos, teatrales, acaso y hasta se divierten en la travesura de confundir a quienes los observan intentando diferenciar una especie de otra.
Los humanos, iridiscentes…podríamos ser. Cada hora de un niño, cada día. También los adultos. Todxs cambiamos según ángulos de luz. Miles de veces, o millones, en horas apenas de un encuentro amoroso.
Jugar con las persianas en noches de plenilunio: cuántos retratos hermosos de nuestros hijos durmiendo quedan en la memoria; o de nuestr@ compañer@ desvistiéndose, cada final de jornada.
Caleidoscopios por doquier, si miramos con atención. Ver cada giro de luz: como hábito, como rito excepcional, como protesta. Da igual. Pero ver. Levantar la vista. Cuánto poder.
Los ojos de mi niña, su luz. Existen sólo en nuestro continente, los colibríes (entre Alaska y Tierra del fuego). ¿Ya vamos a nuestra otra casa? Entre el norte y sur de América, mi hija pequeña deja volar rizos y risas. Dulce. Arrebatada. Su fuego no termino de conocerlo.
También salvajes, los colibríes, si se trata de defender sus territorios de alimentación y sus nidos. Esa furia, tal vez como muchos, puedo entenderla, y hasta hacerla mía. Esa furia no puedo sojuzgarla.
Los colibríes usan ramas y hojas, y también seda de telarañas (telarañas útiles, o terribles, cada vez que las especies más pequeñas de colibríes quedan atrapadas). Cuesta creer que estas aves pasen el menor porcentaje de su existencia volando, y la mayor parte de su tiempo dedicado a anidar.
Nido. Hogar. Palabras que a muchos hombres y mujeres nos suenan a plegaria, alabanza. Nos deshacen la piel; de nuestros huesos podrían extraer pepitas de oro y gemas preciosas. Tornar la sangre y otros líquidos orgánicos, en néctar. Añoranza encantadora. Supervivencia (si caemos del nido, que alguien nos ayude a subir otra vez).
Un verso de Gabriel Mistral decía “si tú me miras, yo me vuelvo hermosa”. Si mi hogar me viera -mi verdadero hogar-, yo me sentiría un poco así también. Prisma de colibrí. Adoración de la vida, sin vendas, su esplendor y también sus pequeñeces, fisuras, desuellos, plumas recortadas.
No fueron siete días, pero cada siete podríamos crearnos, crear. Cincuenta millones de años, dicen, así tan antiguos los colibríes. Si tod@s llevamos átomos de todo, algo también llevamos de ellos. Eso me repetía de niña; quería ser. Todavía.
Prisma de colibrí. Para mirar a los niños y niñas, a mis hijas. Contar latidos de resbalín, de juntar letras, de nerviosismos en la puerta de la escuela el primer día de clases, de aprender a caer, a escribir en miles de páginas blancas.
Prisma de colibrí, para los pequeños y jóvenes que han debido vivir -sobre la demanda extraordinaria, ya, de crecer y de pasar de cachorros a adultos- experiencias de vulneración y nada me ha hecho más sentido en mis años de trabajo en la esfera del abuso sexual infantil que imaginar un lente especial que nos proteja a los adultos de vistas fragmentadas, “cámaras” lentas o rápidas, para poder mirar a cada niño y niña según su tiempo, su par único de alas, sus colores. Y esperar. Dejar convalecer. Recobrar la risa, como un trino.
En Chile, sobre 71% de los niños, niñas y adolescentes viven experiencias de violencia física, psicológica, y de abuso sexual (Unicef, 2012). Según el Ministerio Público (2014) un niño o niña sería abusad@ cada 33 minutos. Desidia de alas, la nuestra. “El interés superior del niño” suena vacío. Anuncios de ley son eso, “anuncios”. Ver para creer.
También en nuestro país, hace unos días, la expulsión de un niño de 5 años de su colegio, por ser transgénero (ver). Sus padres apoyan su ser niña. No la escuela. Un nido menos. Un abandono que se suma a miles.
Anteayer, otra invocación a vulnerar, a separar: un alcalde de la capital (ver) proponía cárceles para niños y sentencias más duras para menores de edad que infrinjan la ley.
Nada dice el alcalde sobre las causas que llevan a niños y adolescentes a colgar de estas cornisas; nada sobre su abandono, sus obstáculos o miserias (en un país donde sobre el 40% de la riqueza se concentra en menos del 10% de sus habitantes). Nada sobre educación, exploración de talentos, apoyo a las familias que cuidan (o intentan cuidar) a esos niños. ¿Creerá alguien, en su sano juicio, que un ser humano que no termina de crecer, sea capaz de decidir un buen día “ok, voy a involucrarme en robos y crímenes cuando grande para así tener una vida buena y feliz”? Por favor. Es imposible hablar de “discernimiento” sin que éste haya recorrido, etapa tras etapa, un camino provisto de cuidados imprescindibles, y de oportunidades para desarrollarse plenamente.
Prisma de colibrí, no sólo ante el sufrimiento, sino ante toda experiencia de la niñez, cada giro lumínico que da cuenta de cuerpos y psiquis que crecen, capacidades diferentes y talentos que necesitan cielos y suelos benévolos para ir tomando su lugar. Los sueños y amores de los niños, ¿cómo cambian el cuerpo, las voluntades? El conmovedor y portentoso time-lapse de la vida en su transcurso. Valiosa, toda vida, de todo niño y niña que crece. Mis hijas, los suyos. Nuestr@s.
Quizás haga falta un prisma de colibrí para mirar el propio recorrido también. El de los adultos.
Cada un@ y su consciencia, su lugar en el colectivo. Y los seres amados, el compañero o compañera de ruta, cada familia, las buenas amistades. Cuánto nuevo podríamos reconocernos de belleza, si nos mirarámos con ánimo de ave. Cuantos juicios menos ante defectos que no necesitan ser arrinconados ni azuzados con palos y púas (la responsabilidad sólo se repliega así; también el cariño). Cuánta mayor precisión, también, para poder identificar daños, predadores; detenerlos. Cuidar. Cuidarnos tod@s.
Quizás también, prisma de colibrí para un país donde cuesta ver por estos días, tonos boreales, desinteresados. El zumbido hacendoso de alas cuesta escucharlo, también, y es que la bulla es imposible: entre las palabras que mienten o dicen nada (ese son intolerable, fastidioso) y la estridencia de una ley del más fuerte (o más astuto), que agobia y genera encono, más que ganas de volar y cantar.
Nostalgia de nuestra iridiscencia. Tanta nostalgia. Pero sin pesadumbre. Cuerpo de colibrí (mi animal totémico, me dijeron alguna vez), tarde o temprano. Tarde o temprano, pronto ojalá, bajo los ángulos de luz que cambian, cambiar nosotros. Y de una buena vez, todo lo demás.
ps. Katia Cardenal, del duo nicaragüense Guardabarranco, “Colibrí”
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